Page 245 - Conflitti Militari e Popolazioni Civili - Tomo I
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          con Inglaterra, la actitud localista no cambió sinembargo. En las fuerzas mixtas reunidas
          por las juntas se manifestó especialmente la ausencia de una visión estratégica general, para
          exasperación de nuestros aliados británicos. Un comisario inglés relataba: Cada provincia
          rehusaba a permitir que su ejército fuese mandado por un general de otra; cada junta com-
          petía con la vecina para obtener una mayor asignación de las armas y municiones que el
          gobierno británico había ordenado distribuir a sus acosados agentes militares. Ninguna
          junta consideraba a la Junta Suprema, eventualmente constituida en respuesta a repetidas
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          sugerencias británicas. .
             en el aspecto estrictamente militar, junto con la Junta Suprema Gubernativa, presidida
          por Floridablanca, se creó la Junta Militar, presidida a su vez por los generales Castaños,
          Castelar, Morla, González Llamas, Marqués de Palacio y Bueno, cuya acción resultaría ine-
          ficaz a la hora de unificar esfuerzos y dirimir disenciones, enfrentada a las rivalidades entre
          los líderes militares, que emprendían acciones sin coordinación al amparo del clima de fe-
          deralismo de facto favorecido desde las diferentes juntas provinciales, como hemos visto. Si
          a esto añadimos la divergencia política sobre la reforma del sistema del Antiguo Régimen
          y el surgimiento de reclamaciones particulares a cada territorio, comprenderemos mejor la
          escasísima eficacia de la defensa del Guadarrama, establecida como infranqueable barrera
          frente al aluvión napoleónico que no parará hasta Cádiz.
             La creación, el 9 de junio de 1810 del Estado Mayor, con el teniente general Joaquín
          Blake al frente, organismo encargado de planificar la actuación de los diversos ejércitos y
          cuerpos combativos de una manera más coordinada y racional, hizo comprender mejor a to-
          dos la necesidad de acometer una defensa conjunta, aun a costa de sacrificar intereses locales.
          La deseada unificación del mando no se produjo hasta 1812, en la persona de Wellington;
          tenía de positivo y eficaz que se trataba de la única persona a la que nadie se atrevía a poner
          cortapisas, pero de negativo que suponía una humillante manifestación de desconfianza por
          parte de los poderes públicos hacia todos los generales españoles, incluido un ofendidísimo
          Ballesteros.
             A la hora de valorar la situación objetiva del ejército regular, resulta que, con todas sus
          limitaciones y fracasos, probó una permanente voluntad de resistencia, desconocida en otras
          latitudes. Esta es su mejor faceta y en ella mucho tuvieron que ver los poderes públicos. La
          peor es que estos últimos se dejaron llevar en demasiadas ocasiones por criterios distintos
          al de la más oportuna dirección de las operaciones. Ante esta actitud, los generales tuvieron
          que someter el suyo profesional, aunque no por ello dejaron de manifestar su opinión y sus
          quejas, porque, como vuelve a señalar Almirante al respecto: la guerra y la política, tan en-
          lazadas y combinadas han de obrar, que no es fácil decidir cuál predomine; pero siempre los
          principios generales de la primera tendrán exacta y fecunda aplicación. .
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             Excepción al panorama general de derrotas y resurrecciones lo constituyó la batalla de
          Bailén (19 de julio 1808), tan sorprendente, que tardó en reconocerse públicamente en Fran-
          cia que se trataba de una victoria únicamente española, de la misma manera que sucedió con
          la resistencia gaditana.
             El fenómeno de la irreductibilidad nacional española sorprendió a sus contemporáneos y

          11  Cfr. Cristopher Hibbert: Corunna, (1961). Ed. Windrush Press, 1996. pág. 16.
          12  almirante torroella, José: Diccionario..., Tomo I, pág. 641.
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